POTOSÍ, Bolivia

Potosí es una de las tres ciudades más altas del mundo, enclavado en el corredor andino boliviano y ubicado a 4.060 msnm, donde para el recién llegado respirar es una epopeya homérica. Tiene la extraña cualidad que en el mismo momento hace calor y frío cuando está soleado, y solamente frío todo el resto del tiempo. Para un mortal como yo, con los propioceptores acostumbrados a la benevolencia del clima caribeño, es un tremendo desafío la altitud y la frialdad.


A casi un mes de haber llegado, aún me sorprendo con una dificultosa respiración de asmático y casi siempre ando blindado con una parka deliciosa que generosamente me prestó la compañera y amiga Teresa Subieta en La Paz.


El aire tiene una pureza que se podría masticar. Un cielo imponente lo inunda casi todo y los cerros de colores completan casi la otra parte del todo. Y entre cielo y tierra: la creación humana andina. Rostros profundos curtidos por el sol; miradas oblicuas que a ratos miran como pidiendo permiso o disculpas; mujeres con sus polleras y aguayos en las espaldas donde llevan sus guaguas o sempiternas cargas variadas; niños de cachetes colorados y ojitos juguetones; hombres con pies desnudos en guaraches de caucho; mujeres de tiernos sombreros variados y siempre dos largas trenzas negras; conversaciones en quechua por doquier; jóvenes de rostros indígenas y pelo chuzo con rayitos pintados de rubio; indígenas ancianas pidiendo monedas en la calle; muchas parejas casándose en las iglesias los días sábados; mujeres por todas partes cargando bolsos-bolsitos-bolsones; rostros de humildad o de rabia contenida o de ambas; hombres con chuyos y dientes negros por el mastique de la coca.


Y en medio del paisaje y la geografía humana, en una ubicación equidistante de todo y de todos, aparece imponente y cansado, el señorial Cerro Rico.


Dice Eduardo Galeano en las ‘Venas Abiertas de América Latina’, que con toda la riqueza que saquearon los españoles de las minas del imponente Cerro Rico, se podría construir un gigantesco puente de plata desde Potosí, atravesando todo el Atlántico, hasta el mismísimo palacio real de Madrid. Isaak Kukoc, un amigo potosino, agrega: “y otro puente de ida y vuelta con los huesos de los indios que explotaron para sacar la plata”.


Giuseppe De Marzo en su excelente libro ‘Buen Vivir: para una democracia de la Tierra’, nos brinda sus argumentos al respecto: “En las montañas a espaldas de la ciudad de Potosí perdieron la vida al menos siete millones de indígenas, obligados a excavar y recoger el oro y la plata necesarios en los países europeos para dar vida al proceso de acumulación originaria del capital de donde nació el capitalismo moderno”. Claro en esa otra globalización, la que se inició en el siglo XV, la de la invasión europea a Nuestra América, podemos identificar el tiempo y espacio del génesis acumulativo para el auge de un sistema que hoy tiene expresión en esa patología económica-política-ideológica-cultural que tiene al planeta y a la especie al borde de la destrucción: el neoliberalismo.


El saqueo y genocidio de los bárbaros conquistadores cosecharon riquezas y sangre por toda Nuestra América, pero sobre todo fue Potosí, uno de los puntos de mayor ensañamiento que rindió suculentos tributos a la codicia “civilizadora”. La opulencia y refinación que ha gozado en estos últimos siglos el ‘viejo mundo’ están paradas sobre el dolor y la pobreza de Potosí.


Sin duda, esta ciudad y su gente son un símbolo de la historia y los pueblos de nuestro continente mestizo, en donde después de más de 519 años sigue asumiendo los retos de la descolonización.


En eso están. En eso estamos.

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